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viernes, 7 de junio de 2013

Siempre presentes



Mucha tinta se ha gastado debatiendo acerca de si las adicciones provienen de una personalidad resultante de un contorno social, de la química orgánica (a la del organismo nos referimos) o  una combinación de estas y/u otras variables que desconocemos nosotros, y que a pesar de ello nos ponemos a escribir sobre el tema con tanta liviandad que merecería del escarnio público.


Pero, estimado lector, sepa disculpar este desvarío, sea condescendiente con nosotros en estos momentos donde nos aqueja una profunda congoja.

Si de personalidades hablamos, si en el presente discurrir nos vamos a ocupar de catalogar comportamientos, corresponde aclarar que nos vamos a valer de la taxonomía, de una mera representación mental de aquello que en la realidad no existe, una mera idealización o abstracción analítica que nos permite diseccionar “lo real” para luego volver a la vida real y conocerla, apenas, un poquito más…


Decíamos entonces que de personalidades vamos a referirnos, y cómo éstas se relacionan con los excesos. Rápidamente se nos presentan tres tipos de personas con las que habitualmente nos topamos en la vida: a) los que no se relacionan con ellos b) aquellos que gustan de ellos y c) aquellos que son gustados por ellos.


En el primer grupo podemos incluir aquellos inmaculados, que han encontrado un equilibrio espiritual que los permite desvincularse de lo terrenal y elevarse mentalmente a su mundo ideal, construido por y para uno y que por definición está alejado del mundo de los demás…


Algunos de los que clasificamos con esta personalidad, que inmovilizamos en esta representación mental (que repetimos: no existe en su estado puro), se parapetan ante la vida del prójimo con una mirada punitiva, juzgando al otro desde un pedestal que erigió por obra y gracia suya, pero que es ajena a la voluntad de aquel que es juzgado. Otros, en cambio, van contentos sin mirar a su alrededor.

 
También hay personalidades curiosas y escurridizas, que buscan conocer a dios y al diablo, sentir el infierno, embeberse de él, palpar sus inclemencias, desvestirse y dejar el cuero pelado, la carne al rojo vivo a merced de las garras de los cuervos, siempre dispuestos a picotear donde presumen una pronta putrefacción.


Coquetear con el diablo, bailar con él una cumbia con acordeón, sabiendo que al final del compás deberá tomar lentamente la mano que recubre su cintura y alejarse de su mirada cautivante, aun habiendo probando ese néctar que promete la vida eterna.


Pero a veces se abre la compuerta que lleva al camino de la desolación, un barranco que se desliza siempre hacia abajo y sin posibilidad de mantenerse en pié, donde uno mira perplejo el precipicio oscuro sin contornos ni final, mientras se siente descender en caída libre.


En esos momentos, donde nada puede verse, cuando no existen personas y se esfumaron los recuerdos, mientras reina la angustia y la desolación, resulta imposible recordar a los amigos que están presentes.


Pero siempre estaremos cerca tuyo, de donde nunca nos fuimos…

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